Quizá debería aclarar en primer lugar que se trata de un pueblo.
Y quizá, también debería aclarar también que es un pueblo agradable.
No obstante, señores, hemos pecado. Hemos pecado sanamente, si eso es posible, pero lo hemos hecho. Y lo mejor de todo es que nos ha placido... ¿Cómo no nos iba a placer?
Tras rehabilitarme, lentamente y con tristeza, de nuestro paso por Bienvenida, y del largo trayecto con nos separa, veo las cosas claras. Fuimos absorbidos por un auto-destructivo y placentero ritmo de vida.
Al iniciar el viaje flotaba en mi cabeza la idea de descansar en una casa de campo, pasear por los prados, bañarse en el río, tapear comedidamente, hacer algunas fotos (para ello me equipé de tres cámaras: Holga, Canon EOS 400D y Canon EOS 3)... La experiencia final dista mucho de esta idílica visión.
Después de casi doce horas de trayecto en furgoneta, amenizado, eso sí, por temazos de ayer y de hoy, Bienvenida nos acogió con cariño cerca de medianoche. Ni un minuto pasó desde que nos apeamos en el pueblo hasta que saludamos a los primeros autoctonos. Serapio, Mamen, Alba, Raquel, Julio, Antonio... Poco después, primera visita al Carmelo, el bar del pueblo.
El primer día se desarrolló tranquilo y dio para tanto que nos pareció que llevábamos una semana en esa casa. Tonto de mí, no llevé ninguna cámara conmigo... habría sido el mejor día para captar un espíritu sano del pueblo. Conocimos al tío Juan, hermano de la abuela de Kike, que nos brindó algunas deliciosas perlas lingüisticas. Dimos una vuelta por el pueblo, comimos saludablemente, visitamos la granja del abuelo de Antonio, fuimos con Serapio y Julio al campo, nos contaron historias, vimos tortugas en pantanos, y para acabar bebimos vodka por la noche, acompañado de caldillo y macarrones fríos.
A partir de aquí todo se desboca. Tampoco vamos a hacer la compra, pero sí que nos reabastecemos de alcohol. El tardío paseo se hace corto y poco anecdótico. La borrachera nocturna es más larga e intencionada.
El miércoles por fin hacemos la compra. Carne para la barboca, saqueo en el Mercadona y, como no, mucho alcohol. Por la tarde, visita relámpago a Sevilla. Llegamos pronto con la intención de ver el partido de Champions entre el Barça y el Bayern de Munich. La ciudad está imposible. La densidad de coches en las calles es enorme. Cuando aparcamos hay tanta gente que parece la India. Por fin, en un bar, asistimos de pié al espectáculo futbolístico que nos brinda el Barça. Un zevillano de edad avanzada se indigna con el absoluto dominio de los locales y despotrica y echa mierda sobre cualquier cosa.
Toni llega desde el aeropuerto a la estación de autobuses y volvemos a Bienvenida. La luna llena proyecta sombras impresionantes sobre los campos exentos de luces artificiales. La noche es azul y siento que me gustaría llevarme un recuerdo de esto, para verlo cuando el cielo naranja de la madrugada barcelonesa me persiga cuando vuelva a casa.
La noche del miércoles marca un antes y un después. Ya no volveremos a pasear por el campo, ni ha pensar en hacer fotos. El momento de pecar a llegado. Con la borrachera llega la soberbia y la avaricia; poco más tarde la lujuria, siempre acechando desde la sombra, llama a la puerta y deja heridas de guerra. Al despertar a horas completamente incivilizadas para desayunar, una pantagruélica barbacoa ocupa toda la tarde. No tardará en llegar la envidia, siempre disfrazada de besos y abrazos ajenos. Una fingida ira es la excusa perfecta para el absoluto destrozo de botellas y vasos. El techo chorreará vino. Pero al diablo no se le engaña. Si se peca, se peca de verdad y eso de fingir es solo para aficionados. Así que en el último minuto, justo en el momento de cerrar la puerta, la verdadera ira nos invade. Putos críos de mierda. Los "malos" nos han obstruido la cerradura con palillos. Un juego de niños. Durante una hora rabiamos y nos hierve la sangre.
Finalmente, dejamos atrás una semana llena de vida.
Finalmente, dejamos atrás Bienvenida, ciudad del pecado.